Dicen que definir es limitar lo definido. No sé, por ejemplo, cuántas definiciones hay de cultura.
Debe de haber miles. Una que recuerdo, creo que es de André Maurois, advierte que “cultura es lo que queda después de haber olvidado todo lo que se ha aprendido”. Parece que, más que en los frágiles ámbitos de la memoria, la cultura puede reposar en las entrañas del olvido, como también lo planteó Sábato en uno de sus escritos de Apologías y rechazos: “Cultura es lo que queda cuando se ha olvidado la erudición”.
Se dirá, por qué no, que para qué diablos definir la cultura. “Qué cultura va a tener”, dice un célebre paseo de Emiliano Zuleta, que por ahí lo cantan como si se refiriera a un “negro chumeca”, de aquellos que, desde Jamaica, trajeron los gringos de la United Fruit Company para trabajar en la zona bananera del Magdalena. La cultura, que también dicen que es resultado de lo que sucede tras domeñar la naturaleza, es una herramienta para la transformación del entorno, una conquista humana para ascender a espacios superiores.
El tan trajinado término se ha dislocado y fragmentado hasta llegar a opinarse que hay “cultura traqueta”, “cultura mafiosa”, “cultura de la violencia”, y así hasta poner en la definición a cuantos mecanismos, modos de ser y actitudes sombrías que causan más daño que bienestar al hombre. Cultura pueden ser, desde otra perspectiva, aquellos ejercicios, prácticas, teorías, creaciones, en fin, que elevan al ser humano a las esferas del conocimiento, la racionalidad, la riqueza espiritual y material y otras posibilidades de la inteligencia al servicio de la libertad y de la vida.
A propósito, se podría recordar a Miguel de Unamuno, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca de la cual era rector, cuando, el 12 de octubre de 1936, se enfrentó al bando antirrepublicano (aunque él también en un momento fue de esa tendencia) encabezado por el militar José Millán-Astray. El escritor y pensador dijo que se asistía a una “guerra incivil” y que los falangistas y demás rivales de la República podían “vencer, pero no convencer”. El chafarote gritó, en medio del bullicio, “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!”.
No hay pruebas documentales de que, en efecto, Millán-Astray haya pronunciado esa canallada, pero, por su manera de ser y lo que representaba, bien pudo haberla dicho. Lo mismo aconteció con la célebre frase: “Cuando oigo hablar de cultura, saco la pistola”. Tiene diversas atribuciones a nazis, como Goebbels, Göring, Himmler y hasta el mismo Hitler. No hubiera sido raro, pero es de un autor teatral, también nazi, llamado Hanns Johst. Sobra decir que la cultura ha sido una categoría empleada por distintos actores políticos, por dictadores, por líderes mesiánicos, en fin, para eso: hacer política.
La cultura, en su sentido más liberal y revolucionario, no ha sido una bandera de los caudillos, politiqueros, demagogos tropicales, ni en general de la mayoría de “redentores” que por estas geografías se han visto. Es más, les importa un comino, y saben que mientras menos acceso popular haya a las grandes obras del espíritu, a las más elevadas creaciones humanas, más fácil se somete al rebaño. Es una “cenicienta” sin final feliz, sin príncipe azul ni nada.
El más reciente caso que demuestra cómo la cultura “vale huevo” se dio en Medellín y lo protagonizó el alcalde Federico Gutiérrez, alias Fico, y su secretario (ya ex) de Cultura, Manuel Córdoba. Este mismo, sin dársele nada, confesó que no sabía qué diablos era una biblioteca y que lo habían nombrado ahí por “rosca”, porque era un “paracaidista”, porque sabía algo de contratación y para que, según el alcalde, “le resolviera ese chicharrón tan berraco” y a sabiendas de que no “tenía ni idea de temas culturales”.
Al desahuciado funcionario seguro le podría dar un “derrame cerebral” al entrar a una biblioteca, o un patatús al leer una novela clásica, o podría desparramársele la materia grisácea al entrar a una sala teatral o al pasar por la Plaza Botero y ver un reguero de muñecos metálicos. Ahí sí habría que cantarle “qué cultura va a tener” porque, además, según dijo, le “fascina el vallenato”. Bueno, por ese lado, “algo” de cultura se le asoma. Sus méritos para el nombramiento eran haber servido en la campaña electoral y a lo mejor conseguir muchos “voticos” de los 700.000 que obtuvo el repitente alcalde.
Y, aunque es sabido que la cultura va más allá de las “bellas artes”, el descache con el nombramiento referido vuelve a poner en evidencia el desinterés de los funcionarios, de los burócratas pacotilleros, sobre un rubro fundamental. Hay un desprecio y una desfachatez atroz por todo lo que signifique la posibilidad de que la gente tenga elementos para saber más sobre la libertad, para que defienda sus intereses, para que no permita mangoneos, explotaciones y otros modos de la indignidad. Todavía hay quienes escuchan la palabra “cultura” y sacan pistola.
Por Reinaldo Spitaletta
De Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello. Docente-investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es columnista de El Espectador, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como el mejor columnista crítico de Colombia. Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios.