Abril es la tierra prometida de los libros. En su jurisdicción de segundos celebramos el Día del Idioma, hoy 23. Este día murió Cervantes. Shakespeare, todavía más detallista, nació (1564) y murió (1616) en la misma fecha. Antioquia aporta dos tauros que le dieron brillo y esplendor a las letras: el 23 nacieron el bellanita Marco Fidel Suárez (1855) y el jericoano Manuel Mejía Vallejo (1923).
“Si en la palabra rosa está la rosa”, en los diccionarios está el idioma. Las palabras tienen el diccionario por cárcel perpetua. Ellos nunca sacan compensatorio. Las palabras nacen, crecen, se reproducen y no mueren: se van a vivir a los diccionarios que no saben que son tan útiles. Millones los consultamos. Así el brasileño Guimaraes Rosa haya dicho que el diccionario fue inventado por los enemigos de la poesía.
La de García Márquez Gabriel, fue una casa tomada por los diccionarios. Los amaba tanto que prologó uno de ellos, el Clave. Allí cuenta que cuando su abuelo el Coronel le regaló su primer diccionario, le dijo: “Este libro no solo lo sabe todo sino que nunca se equivoca”. Desde entonces lo convirtió en juguete de todas sus vidas.
Todo lo que le pedía Ingrid Betancourt a sus pavorosos anfitriones de las FARC – además de la libertad- era un diccionario. Y tuvo su rojo Larousse que la devolvía a la vida en medio de sus muertes diarias. En 1852, Pierre Larousse ideó este libro gordo con el “fin de instruir a todo el mundo sobre todas las cosas”.
(Pido permiso para meterme en la nota. De joven buscaba en el diccionario palabras insólitas para impresionar a mis tímidas conquistas. Creía que a medida que les utilizaba irían cayendo prendas íntimas. Resultado: salí expulsado por utilizar voces ajenas al amor. ¿Qué hacen palabras como carcunda, evónimo, orvallo, en una conversación entre tímidos enamorados?).
No hay que creer en ellos, pero los hay que leen de corrido ese directorio telefónico de las palabras. Juan Gossaín, cronista mayor de San Bernardo del Viento, me comentó por la impersonal vía de internet: “Al diccionario hay que leerlo como se lee una novela, no como un vademécum de consulta para tomarse un jarabe”. Agregó: “Quien intentó aprenderlo de memoria, y en orden alfabético, fue mi padre, recién llegado del Líbano y cuando no sabía ni una palabra en castellano”.
No hay un dato confiable sobre el número de palabras que tiene el español. Unos dicen que el diccionario de la Real Academia incluye unas cien mil voces. Podrían subir a un millón con los derivados de las palabras y los regionalismos propios de cada país. Los que se den ínfulas del memorioso Funes, el del cuento de Borges, tienen tarea para largo. Pueden empezar a leer – y a aprenderse- esas palabas en orden alfabético, como lo hacía Gossaín, cuyo uso del idioma siempre me ha provocado sacar pareja como cuando sonaban boleros en la radiola.

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